martes, 13 de diciembre de 2011

¿Influenciable? ¿Yo?

En 1957, James Vicary, publicitario estadounidense, desarrolló el taquistoscopio, máquina que servía para proyectar en una pantalla mensajes invisibles que podrían ser captados por el subconsciente. La proyección de una misma película en dos salas distintas fue la excusa perfecta para ponerla a prueba. En una de ellas se proyectaba la película original, inalterada. Por contra, en la segunda sala la película había sido manipulada de tal modo que, durante el transcurso de la proyección, se mostraban fotogramas con el siguiente mensaje: "¿Tienes hambre?, come palomitas. ¿Tienes sed?, bebe coca-cola."  El resultado fue asombroso: las ventas se dispararon. Su teoría fue recogida por el escritor Vance Packard en el libro "Las formas ocultas de la propaganda", que provocó intranquilidad en las autoridades estadounidenses, en plena Guerra Fría con la entonces Unión Soviética. Una ley prohibió el uso de publicidad subliminal y la CIA comenzó a estudiar su utilización contra el enemigo. Y de esto hace ya más de cincuenta años...



Aceptar y asimilar el modo en el que cine, radio, televisión, prensa escrita y publicidad -en estos mismos y otros medios- nos influyen en nuestro día a día no es tarea fácil. No es digestión ligera asumir que nuestros hábitos están "teledirigidos" desde arriba, que uno solo es libre hasta cierto punto; que quizá no haya sido enteramente idea nuestra aquello de irnos a esquiar a Baqueira-Beret. No, no es fácil. Y no gusta. Quizá también por eso se pase de puntillas sobre el tema de la publicidad subliminal, como con escepticismo.

Hace muchos, muchos años, un emperador anónimo escuchó a dos charlatanes mascullar que podían fabricar la más suave y lujosa tela de todo el reino. Esta prenda, añadían, poseía una especial característica: la de mostrarse invisible a ojos de cualquier estúpido o incapaz para su cargo. El emperador, narcisista como cualquier mandatario, no dudó en exigir a éstos la elaboración de un traje a medida que deslumbrase en el desfile anual. Quería que el pueblo admirase su grandeza, elegancia y distinción. Por supuesto, no existió jamás prenda alguna, sino que los pícaros hacían ver que trabajaban en la ropa mientras pedían -y malgastaban- el desorbitado presupuesto destinado a tan singular encargo. Toda la ciudad había oído hablar del fabuloso traje y estaba deseando que llegara el día del desfile.

Y llegó el día. Sintiéndose algo nervioso acerca de si él mismo sería capaz de ver la prenda o no, el emperador envió primero a dos de sus hombres de confianza a verlo. Evidentemente, el amor propio hizo que ninguno de los dos admitiera su incapacidad para ver la prenda, y comenzaron a alabarla. Los rufianes hicieron ademán de ayudarle a ponerse la inexistente prenda, y el emperador salió con ella en un desfile sin admitir que era demasiado inepto o estúpido como para poder verla. Toda la gente del pueblo alabó enfáticamente el traje, temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta de que no podían verlo, hasta que un niño exclamó: "¡Pero si va desnudo!" El cuchicheo de tal revelación corrió como la pólvora ente el gentío, hasta que toda la multitud gritó, convencida, que el emperador iba desnudo.



Y sí, claro... éste esbozado cuento de Hans Christian Andersen no es más que pura chanza, invención pura y dura. Pero es lo que tienen éstos cuentos: que, en el fondo, encierran siempre una sabia enseñanza; una para la que tan solo hay que entornar los ojos y leer entre líneas. ¿Hasta qué punto estás tú queriendo leer esto que te escribo? ¿Seguro que no vestimos todos y cada uno de nosotros jirones del mismo material que conformó el esplendoroso traje nuevo del emperador?

            ¡Y qué ganas tengo de una Coca-Cola fresquita, oye...!